¿Triunfo o derrota?

11 de julio de 2010



Las elecciones celebradas el domingo 4 de julio significaron, entre otras cosas, la necesidad de realizar un serio replanteamiento de las estrategias políticas y electorales de todos los Partidos con representación nacional.

Si bien es cierto que en un primer análisis el gran perdedor resultó ser el Partido Revolucionario Institucional (PRI) al no obtener el triunfo en bastiones priístas como Oaxaca y Puebla, la realidad es que dichos resultados pueden convertirse en la mayor oportunidad de cambio que pueda vivir el PRI desde que perdió la Presidencia de la República.

Debemos recordar quienes fueron los culpables de que en el pasado proceso electoral, para la elección de presidente de la República, el PRI pasara a la tercera fuerza política en México; en aquella ocasión el Revolucionario Institucional tenía posibilidades de pelear el triunfo, pero se presentó un líder carismático y populista que logró hacer temblar a las élites políticas y económicas del País, descomponiendo los escenarios y obligando a la intervención de todos los beneficiados por el sistema a unirse en torno al Partido en el Gobierno, quien representaba la posibilidad de ganarle a ese líder que para entonces parecía imparable.

Pero todos sabemos que para una elección cuenta lo mismo un voto de un integrante de dichas élites económicas y políticas, que el del más modesto ciudadano de la República. Cómo lo lograron, pues con acuerdos y alianzas con los únicos actores que pueden dirigir voluntades y operar estructuras: los gobernadores.

Así las cosas, el PRI vivió la primera y más grave traición de sus modernos caudillos; el PRI experimentó la fuerza de sus gobernadores al ser mudo testigo de cómo operaron a favor del Partido de Acción Nacional (PAN), con el único fin de no permitir que el carismático líder populista y demagogo llegara a la Presidencia de la República.

El PRI venía de haber vivido la tiranía de aquellos hombres que habían llegado a ser gobernadores bajo sus siglas, pero que vivieron el poder a su máxima expresión al no tener un presidente de su mismo Partido; sintieron los privilegios de que el presidente acordara con ellos y no a la inversa, como se acostumbró siempre en los gobiernos priístas.

Es así que el PRI llegó al domingo 4 de julio con dos problemas de fondo: el primero, la soberbia de sentirse ganador de todo, que siempre ha perjudicado su visión ya que apenas sienten que pueden tener el pastel y ya lo pelean todo entre sí.

En segundo lugar, y lo más grave, es el temor de la dirigencia nacional de exigirles respeto a sus propios gobernadores para realizar los procesos internos de selección de candidatos, dejando que el gobernador en turno imponga a su candidato, al costo que sea.

El caso más significativo de ello es Puebla; cómo es posible que la dirigencia nacional haya permitido que el gobernador con peor imagen pública del país haya impuesto a su candidato sin buscar la unidad de los priístas en el Estado, sin consensos reales; así lo dejaron hacer lo que quiso y los resultados fueron contundentes: una derrota contundente.

La lección para el PRI es: debe convertirse en un real Partido Nacional, donde todos actúen apegados a sus estatutos y reconozcan las facultades de la dirigencia nacional, si quieren ganar la Presidencia.